De pronto me doy cuenta que Bolivia esta ahí, apenas levantando la mirada y que la frontera en realidad era tan imaginaria como la línea recta que había visto en el mapa. Así encuentro a Ollagüe, en medio de la nada, ostentando un progreso surrealista en sus calles, con unas soleras nuevas que lucen desentonadas tratando de delimitar la inmensidad del altiplano.    
Hasta ese momento el viaje había sido como vivir una buena vida: Simplemente había disfrutado de un trayecto sin razón, deteniéndome cuantas veces fuera necesario a lo largo del camino sin saber lo que buscaba. Y el simple hecho de avanzar, acompañado solo por ese paisaje inmenso me provocaban tal sensación de alegría que al poco andar ya no me interesaba si realmente había algo al final de ese recorrido. 
No había un alma en la calle, no sabía por dónde comenzar. Nunca entendí cómo Vanessa supo exactamente donde llevarme, en ese momento yo no sabía nada de azufreras ni trenes. Solo nos internamos en el desierto por una serie de huellas entrecruzadas hasta llegar a Amincha, un pueblo fantasma que se resiste a morir gracias a su único habitante: Felisa Yucra.
Felisa es Quechua, no sabe qué edad tiene, tuvo 7 hijos, enviudó hace 12 años y tiene unas trenzas que le salen del sombrero negras como la noche. Vive de la siembra de papas, habas, quinoa y de su ganado compuesto por dos docenas de llamas para las que trabaja haciendo forraje en la quebrada del Inca. "Algo se vende, algo se come", dice..."las llamitas no crecen tan rápido como los corderos". Entre los pabellones derruidos de viviendas pareadas Felisa ocupa una casa abandonada como bodega y otra como un dormitorio donde el tiempo parece detenido entre calendarios y relojes. 

"Felisa"

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